martes, 29 de septiembre de 2009

"Moebius numero cinco", Laura Elmtrees


En salones llenos de humo, en vagones de tonos sepia como éste, nos apiñamos y nos vemos obligados a pasar las horas de sueño, cuando no está muy claro si dormimos o esa gente que está del Otro Lado duerme. A veces es una habitación de luces bajas, llena de mesitas enanas y canapés de pana corinto raídos por el tiempo y la humedad. Anna Karenina entrecierra los ojos y reclina la cabeza sobre el hombro de Emma Bovary. Ya no se cansa preguntando cómo terminará la noche. En la penumbra, algunas parejas bailan una música de czarda que se desmaya en tango, para pasar las horas inciertas antes del alba. De vez en cuando entra o sale alguien, los rostros pálidos se vuelven un instante, pero no esperan.

Otras veces es el tren. El tren tiene la ventaja de que se mueve y se sacude, y que de la puerta del pasillo –que bajo ningún concepto podemos atravesar- emergen cada tanto sujetos transidos que claramente no son como nosotros y que vienen por una taza de café, o porque pueden fumar, o echarle el ojo a las mujeres que viajan solas… también vienen por las danzas alocadas de Gruscha, o atraídos por las risas desenfrenadas de Naná. En todo caso se van desahuciados, vencidos por las partidas perdidas de antemano. A veces nos dan pena. ¿Adonde irán? Nosotros no podemos saber de sus vidas; aunque nos esté permitido leer en las vidas de otros, nunca podemos conocer cabalmente a los del otro lado si no nos han permitido entrar en la suya. Y absolutamente nos está prohibido leer en nuestro propio libro. Nuestra única expectativa es conocer al Autor. Y eso, ya se sabe, es lugar común, todos dicen lo mismo, que el Autor esto, el Autor aquello, los autores se regodean escribiendo obras donde se meten a sí mismos…Y luego los críticos cacarean con La Muerte del Autor, lo cual tiene bastante sentido si se tiene en cuenta que un autor que se mete en su propio texto tiene que venir a bailarse un tango con Emma Bovary o Celina, y además escribir en las mañanas, y asistir a un burdel por las noches… eso si no tiene que trabajar en el bufete de un abogado o como actuario en una importadora o sirviendo mesas en un bar de la ciudad. Así no hay cuerpo que aguante. Allá, en la mesa del fondo, está Vènitchka Erofeiev. Pasa la mayor parte su existencia aquí, mezclando los perfumes y bebidas que extrae de su maleta. Tuvo la mala idea de inmiscuirse en su propia obra durante los años de Stalin, y acabó mal. Casi todos han olvidado a Vènitcka. De todas maneras, a él no le importa demasiado… cada tanto increpa a alguien en un francés pedregoso, preguntando si la próxima estación es Petouchki. El resto del tiempo paga su pasaje al eterno guarda ebrio con historias cuyo final deja siempre para luego.

Esta ha sido una jornada difícil. Entre las tres y las cuatro la puerta del pasillo dio paso a un caballero de aspecto desafiante y fatigado. A Emma el rostro se le alteró por un instante, las pestañas le temblaron y todo su ser manifestó la duda. Consultó brevemente con Anna; luego avanzó con aire absorto.

- Soy Emma, murmuró, apoyando con timidez su mano en el hombro del extraño.

Él levantó hacia la joven un rostro soberbio y escéptico.

- Sus ojos eran de otro color, contestó.

Ella presionó con sus dedos translúcidos la tela gastada.

- Dígamelo. Dígame por qué está usted aquí.

- Pregúntele usted, señora, a un tal Julian Barnes.

En la penumbra, una voz cínica comentó que esa era una indigna escena unamunesca. Risas sofocadas. Sin hacer caso, Emma insistió:

- Dígame adónde va el tren. Por favor…, qué sucederá.

- Lo que le suceda a usted, señora, luego de que despierte, será exclusiva consecuencia de sus actos. No he venido a hacerme responsable de sus devaneos… he venido porque en primera no funciona la calefacción y aquí se puede leer el diario. Tenga usted buenas noches.

Don Quijote arde de indignación en el fondo; levantando su lanza (y arrasando sin más con todos los personajes de Contrapunto, que estaban allí reunidos hablando sin cesar con sus vasos convenientemente sostenidos a veinte centímetros del hombro) avanza como una tromba por entre las mesas hasta llegar al infame gabacho y la dama ofendida. El franchute ni se mosquea, ella parte deshecha en lágrimas a buscar asilo en el hombro de la rusa celotípica obsesionada con los trenes. Don Quijote blande su lanza sobre el tipo… Afortunadamente un chino se despierta en un avión y descubre que entre todos los libros que compró durante su estadía en Buenos Aires un librero inescrupuloso le ha envuelto y cobrado en contantes dólares un ejemplar de El loro de Flaubert. El autor de los días de Emma Bovary se desvanece ante los ojos furibundos del paladín español, del cual todos ríen, porque ve ofensas que no existen y castiga a villanos que desaparecen…

Con dignidad, el anciano caballero alza la noble frente y mira hacia afuera. Comienza a esfumarse. Luego aparece del otro lado de la ventanilla, en la inagotable llanura, seguido de un taciturno Sancho.

-Sabes, dice Anna mientras rasca la nuca de su amiga, que oculta el rostro en su hombro-, mientras hablabas con ese tipo vino un hombre bien raro… se llamaba Emmet Ray. Me invitó a ver trenes…

- Y qué le dijiste, pregunta Emma, que le hace la merced de creer que puede ser consolada por tales anécdotas.

-Le dije: Estamos en un tren, idiota. Él contestó: entonces vamos al depósito a matar ratas.

- Los personajes de Woody Allen no deberían entrar aquí.

- ¿Qué importa? Supongo que ir a matar ratas es una forma como cualquier otra de pasar el tiempo… quizá mejor que pensar que vas en un tren que va donde todos sabemos, pero fingimos que no…

Amanece.

Autor: Laura Elmtress

1 comentario:

Anónimo dijo...

me gustó mucho este cuento, el viaje en tren como tema se ve en el "movimiento" que tiene la historia también, con tantos personajes dando vueltas...