Se decidió hacerse pasar por Paul Auster: otra vez, como el llamado equivocado, la historia prometía. Y así fue como Quinn descubrió, luego de algunas investigaciones, el verdadero origen del señor Biasutto, el anciano vecino latino que se había convertido en el victimario de su próxima novela.
Al alcanzarle el correo, aquella mañana, por un instante quiso ser el anciano apacible, sereno y dócil que Biasutto –lo supo después- aparentaba ser. Vagamente le había referido en alguna ocasión que vivir en un país serio como los Estados Unidos le aseguraba poder recordar sin la zozobra del presente la patria lejana, atrapada ahora por el rapto de Democracia, una diosa que mal le sentaba a un pueblo como el suyo, ignorante, indisciplinado, negrito, decía. Quinn creyó ver cierta luz de desprecio en la nota de color, pero fugaz; el señor Biasutto la escondió rápidamente detrás de su cándida pulcritud –o quizás (volvió Quinn sobre sus pasos) nunca hubo tal mueca.
- Sientesé, querido.
- Lo escucho, Biasutto.
“Todo finalizó con mi fugaz paso por la función pública. Las horas pasaban lenta y febrilmente en la repartición que, a la sazón, ese verano vivía la crisis más profunda de que se tuviera memoria. El caso es típico: un director interino, el Doctor Panes, resistido por el sector recientemente desplazado, un emergente grupo de dirección que lo acompañaba con convicción pero sin coordinación, y uno dirigido que aborrecía de ambos y se dedicaba a difamarlos a diestra y siniestra. Como típicamente sucede con estos casos típicos, el doctor Panes quería tener un gabinete; nunca quedó claro si era espíritu democrático –léase que requería de consejo para dirigir más sabiamente- o si sólo quería cubrirse, buscar otro a quien echarle la culpa de sus errores.
Lo cierto es que a la secretaría de personal fui a parar. Durante ese breve lapso fui el único miembro del gabinete del doctor Panes y bastaron esos tres días para echar por tierra la imagen de gentleman que, no sin un enorme esfuerzo, tanto había ansiado construir.”
El arranque sorprendió a Quinn. El vigoroso tono del viejo contradecía la imagen ciertamente piadosa que le había conocido hasta ahora. Quinn, no opines, se dijo. Quizás fuera sólo una impresión más de que su vecino era un doble.
“Fui el primogénito de una familia desclasada que, aunque hacinada en un solo dormitorio, siguió habitando el barrio más caro de la ciudad. Mi padre enfermó tempranamente y su muerte, en verdad, había resultado un alivio para nosotros que vivíamos de cuidar caserones fuera de temporada y hacer remiendos a las vecinas que displicentemente pagaban más caro las costuras en la convicción de estar haciendo caridad. Desde ese momento padecí la responsabilidad de ser hijo y marido, hermano y padre, adolescente y adulto. La verdad, y lo recuerdo con cierto orgullo, mi familia pasó a funcionar con cierta lógica empresarial: los gastos se limitaron a lo indispensable y la necesidad pasó a tener algún sentido sólo si era básica; cualquier otra cosa era superflua, un lujo. Puede que de allí naciera el acto reflejo de ser el único que no tomaba café en las reuniones o de jamás pagar un taxi; era un hecho que yo crecía y los demás sólo se contentaban con hacer sonar sus risas maliciosas ante el chiste que hacía ver como un exceso verme viajar en colectivo. Nuestra fórmula, permítame que así lo declare, se convirtió en una certera estrategia que aseguró la supervivencia de la familia y el progreso de mi hermana Juliana y de mí.
En la universidad, estudié y me gradué rápidamente, con un promedio que sería el mejor en años. Mi evidente facilidad para captar la lógica analítica, combinada con el irrefrenable deseo que el titular del área proyectaba sobre mi persona –perdone el detalle, señor Auster, ustedes no suelen ser homofóbicos, lo que, permítame decirlo, es una debilidad del carácter sajón y republicano- me hizo progresar en el diseño analítico. Desde ayudante hasta entrar en conflicto con mis pares por las acusaciones de plagio pasaron unos pocos años, sólo evidentes por el desvalijamiento de la institución y el creciente raleo de mi blonda cabellera.
No hubo un movimiento político que me desplazara, no ocurrió lo que después. Nadie me acusó de corrupto ni pidió que fuera investigado, no hubo rumores ni discusiones sobre qué hacer conmigo; cuando me alejé, la mayoría de los hipócritas sintieron alivio y hasta pensaron que esa coincidencia sería la semilla del entendimiento, del diálogo, de la negociación, de la democracia sobre la sucesión de Panes. Porque mi espíritu de gentlenman, lo aseguro, no se desvirtuó un ápice: hice lo que cualquiera en mi lugar y, por la falsa cara de la pretendida democracia, me castigaron.
Lo primero que hice fue hacer manifiesto que no me olvidaría de los amigos. Este término comprendía básicamente a dos colegas que habían quedado postergados dentro del escalafón administrativo, mis viejos compañeros. Nadie miró con excesivo desagrado la proclamación, a excepción de ellos mismos, ingratos, que proclamaron no comprender por qué era necesario convertirse en el primer problema a resolver en una institución al borde del colapso; al fin y al cabo el departamento de diseño, si bien era tratado como si fuera una verdadera pajarera, no era el problema más grave de la repartición. El auténtico problema era el recientemente creado departamento de investigaciones sociales.
Hacía más de treinta años que un interventor militar convencido de que los analistas sociales eran subversivos per se, había dado muestras de su inteligencia cerrando el departamento. Y había sido necesario todo ese tiempo para lograr que algún gobierno asignara el presupuesto necesario para reabrirlo. Lógicamente, con cientos de involucrados, la novedad era una bomba de tiempo que ya había costado el cargo a la anterior directora, la doctora García Iglesias. Todas las miradas estaban fijas allí, la puja por los concursos había comenzado ya violentamente y tras un año la tensión no había decaído.
Yo quise salvar la repartición de aquella reapertura tan fuera de lugar. Si usted hubiera visto cómo se armó el escenario, comprendería, de inmediato, mi sacrificada participación; dicen que me vieron transformado y me narraron como hablando de un hombre lobo cuando asoma un plenilunio: me había arrojado como un desaforado chacal de dientes filosos sobre el premio mayor, la dirección del departamento de investigaciones sociales. No estaba mal como imagen, yo quería salvar el departamento, anulando, con mi decisión, cualquier posibilidad de acción por parte de esa incipiente dirigencia que respondía sin reparos a ideologías foráneas. Además, mi hermana Juliana hacía ya más de un año que deambulaba por la repartición incluyéndose en proyectos autónomos y no habíamos podido colocarla.
Así fue como, en efecto, propuse que ella misma ocupara el cargo, dado su curriculum vitae: educada por las adoratrices, nunca había incurrido en mayor exceso que el de enseñar y marcar a los otros sus errores. En ese ámbito de vanidad e ignorancia, imagínese que nadie apreciaba sus esfuerzos por corregir, rectificar y mejorar la institución.
Fui agredido ante la iniciativa. Fui insultado. Argumentaron nepotismo e incluso hubo carteles en las paredes que me dibujaron con pelusas en los ojos, lagañas, baba en las comisuras y otras excrecencias mañaneras en la cara. Nadie pareció entender que no hay argumento mejor que el de Fierro, los hermanos sean unidos, y que, en todo caso, lo que se veía como defecto era la mejor de las virtudes emanada de un principio básico de la existencia, el individualismo que provoca el bien común.”
Calló el viejo y Quinn esperó, como otras veces, que el monólogo recomenzara. En verdad, ya se había convertido en experto para escuchar monólogos, incluso por los suyos lo pensaba, por esos monólogos en forma de diálogo en las cenas nocturnas o en el baño.
“Al fin, fui desplazado en medio de gritos y escándalo en esa repartición de subvertidos. Fue por ese entonces que en mi país sobrevino el orden, la tranquilidad y las fuerzas lograron frenar el avance proceloso del internacionalismo ateo. Sucedió una época de oro, en la que fui llamado a ocupar el puesto de director del colegio secundario más prestigioso del país. Y para ello, las fuerzas permitieron que un juez terminara con lo que había sido mi más constante humillación desde niño, el apellido, señor Auster. Mi verdadero nombre es Luis María Zonzo, ¿usted sabe lo que significa?, Zonzo, zonzo, no seas zonzo… ¡era insoportable! Por ello fui lavando mi imagen con los años… pero usted, señor Auster, en este país serio, imagino que no sabe de lo que estoy hablando.”
Autor: Orlando
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