Mientras caía en el aljibe pensaba en Jorge, pobre, como se las iba a arreglar sin mí. Él que no sabía comprarse ni un par de zapatos solo. Porque yo no iba a poder acompañarlo más. Estaba cayendo en un pozo oscuro y de frío violáceo y la luna que iluminaba el patio ya no se reflejaba en las paredes húmedas del aljibe. ¡Jorge, cómo vas a extrañarme!, ni siquiera sabés hacerte un té. Yo me ocupaba de todo para que te dedicaras a lo que más te gustaba: criar pájaros. Ganaste muchos premios, era lo único que hacías bien. Yo mucho no los quería. A tus pájaros digo. Alborotaban con sus trinos las mañanas y las tardes en cuanto entrabas en el galpón donde estaban las jaulas. Eran quinientas trémulas bolas de plumas coloridas que te saludaban al mismo tiempo. Ni las trompetas de Josué en Jericó atronaban de esa manera. Quinientos picos abiertos como cavernas, listas para expresar la alegría que sentían por tu presencia, y el odio que yo les inspiraba. Vos les hablabas, tenían nombre, los alimentabas con su comida preferida, a Coco, el mirlo, lechuga, a Pipi, manzana, al otro zanahoria para mejorar el naranja del plumaje. Por suerte el galpón estaba lejos de la casa.