martes, 29 de septiembre de 2009

"Quizás las ranas", la kilmes


La primitiva estirpe de los moros.

Esa era la clave de su cabello negro y unos ojos de volcanes abiertos, atrapantes. De su boca una lava ardiente de palabras y de su cuerpo una seda morena, desafiando reja y muerte.

En un pueblo minúsculo como ese, la llegada misteriosa de una entidad de mujer así y llamarse (si lo supieran Sherezade); era demasiado para no ser temida por foránea; fantaseada por pitonisa, peligrosa y arrasadora. Sus congéneres evitaban saludarla. Darían los años raídos de sumisión, rutina y desencanto a cambio de un día con su aura y su frenada. Era “la perra”.

Los hombres, no dejaban de mirarla y ofrecerse sementales. Menos él. El burlado, el adefesio, el obeso que era fiel asalariado de todos los demás. Él, Sancho Panza, capaz de defender a sus patrones de un molino monetario, de neblinas alcohólicas y de besos infieles; ante respetables esposas. Sin embargo no sabían su nombre, le decían “el peón”. No es que aceptara, sino que de eso se trataba fugar; de lo que su creación le había otorgado, aunque no la recordara. Sería que volvió a ser campesino, para canalizar una rebeldía adentro, distinta, que aún no lograba manifestar.

Él, el peón, no la ofendía; más bien honraba a esa mujer, solo, adentro de su estómago, ombligo, neuronas, genitales y sentidos. La respetaba. Nunca, los ojos de ambos se habían cruzado.

Llegó el clima de la fiesta del pueblo; calor espeso, en medio de Laguna Sur. El caserío desenroscó guirnaldas, redes y tapas de bebidas blancas; alrededor de la gran charca. Brillaba un doble reflejo de luna y hogueras. Se mamaban de sobrados vicios y concertaban la furia de los lobos. Todo consistía en pruebas a vencer. Mujeres a narrar. Hombres a contender.

Ella se pintaba su cara de rojo y un profundo negro enmarcaba sus ojos, polleras en gasas de infinita gama, sandalias de oro y collares merodeando sus pechos. Iría desafiante con su arte, mostrándose entera, capaz de resolverse y no ser laurel de ningún hombre. En el silencio del cuarto se dialogaba, cuenta, cuento. Cuenta, se imperaba al espejo; serás la única que resista diciendo. Este don ancestral que no sé de donde poseo, me hará enfrentar la sortija del hombre que pesque lo máximo, del que embelece a las ranas y construya la casa más rápido. Estaba segura hasta de parir palabras y no dejar de hilarlas. Y segura estaba, que allí no habría hombre capaz de tanta osadía por ella, respetándola. Su fin era rechazar joya que avasalle, dominación que desvalore y movilizar el cavilar de sus pares.

Los del poblado querían ser los aclamados, mostrarse sus nalgas mutuamente.

Lo más difícil eran esos bichos asquerosos que terminaban hipnotizándolos a ellos, tal como pasaba con las urgencias de lengua, de sus mujeres por cuentear.

El gran secreto de los hombres, aún de sus mujeres, era doblegar a esa arrogante recién llegada. Menos Sancho, mantenía su enmienda de vida, no perdía su sonrisa ni sus kilos; con los que llegó un día sin pasado acordado, por eso se presentaba como nacido sin fecha vivido sin años. No se preparó. No tengo pericia ni resistencia, menos soy brujo, mí querido yo. Ella no te querrá, a qué hacer las pruebas, solo te fascinarás con sus cuentos. Y qué sortija voy a ofrecerle. No te preguntes, no jugarás, no ganarás. Aunque con las ranas me llevo bien…

Oscurecía cuando, acelerando el motor de su vehículo, llegó el amigo del más encumbrado. El veedor. Su cara decía otra cosa. Animal de caza.

Ella y Sancho, en lugares distantes uno del otro, lo vieron; les tembló la columna vertebral, un estallido les encabritó las neuronas. Fuga, fuga, fuga retumban. Los telones se corrían enardecidos.

Ella, escapando de ser un personaje, un dolor en la garganta le decía que había contado cuentos casi eternamente para salvar su vida (mil y una muerte conmutada cada día, después el miserable confiaba, nadie soporta esa vil manera de llegar al amor) Por eso la fuga del autor; la huída de esa cara que tenia enfrente, igual a la de aquel torturador que la escuchaba cada noche y echaba espinas cuando no le oraba el ansiado final, sabiendo que debía esperar otro día para matarla.

El recordó su propia fuga, harto de ser el personaje hazmerreír en un texto famoso, de pronto esa cara le puso en aviso, buscaba pendencia, muerte, era igual a aquel que debía enfrentar en la posada en defensa de su señor ¿o del autor? No. Acá estaba el punto final que le faltaba, nadie más lo usaría para buey y carro ni barrera ni personaje. El merecía una historia limpia ganada por el mismo.

Esa mujer; dijo el hombre. Todos placieron por el tono autoritario, quiero oír sus cuentos (había un aire digitado)

Ella y muda. De su boca no saldría más que un croar de ranas. Y las risas se tornaron en asegurarla hechicera, la rodearon en círculo tentadoramente cerca de las hogueras.

Hay alguien que ocupe su lugar, para salvarla del fuego; preguntó la cara espanto, Sancho dio un

Yo, creció desahogo sin miedo, y acusó una voz sostenidamente audaz.

Un silencio y él contó. Kilómetros de historias. Las ranas lo rodearon, acercándole redes repletas, maceraban barro. En horas levantó un castillo (recordar su origen, le dio la arquitectura)

Desde la boca de las ranas, un susurro grito. Deglutieron al veedor.

Sancho le extendió la mano, levantó una argolla que brillaba en sus jadeantes zapatos ofreciéndosela.

Ella se dijo éste es. Se bautizaron mutuamente Elisa y Pedro. Se quedaron juntos, donde la indiferencia hacia ellos continuó. Pero estaban infundados en una aureola de decencia, y ahora sí, identidad. Lo que no permitía a sus vecinos hostigarlos, viéndolos autodefinidos por sí mismos.

Ni autores, ni torturadores, ni condiciones; podrían tomar su vida elegida y serena: Escribirían propias huellas; viviendo. Aunque el pueblo siguiera allí, tóxico.

¿Revertirlo?

Quizás ellos…quizás las ranas…

Autor: la kilmes

2 comentarios:

COLOMBINA dijo...

Desde MARDEL un beso para la Kilmeña.

mabel casas dijo...

gracias colombina

la kilmes
mabel casas
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